Terminación voluntaria del embarazo
Sobre la terminación voluntaria del embarazo: la estructura del argumento
Coincidencias iniciales
El bioeticista español Juan Masiá Clavel SJ, quien ha trabajado en Japón desde hace 40 años, cuenta una anécdota que sucedió cuando se debatió en ese país la legalización del aborto. Un día llama su secretaria a su oficina, diciéndole que un periodista se había presentado sin cita previa, y le pedía cinco minutos de su tiempo. Masiá lo recibió, y el periodista le pidió su posición respecto del aborto. Masiá se negó a ese tipo de preguntas, y comenzó una exposición compleja y completa de los diversos aspectos involucrados. Cuenta Masiá que frente a esa compleja exposición el periodista le aclaró que él sólo quería un titular para su periódico, que simplemente dijera que la Iglesia se opone, y que esa larga aclaración en realidad no le servía para sus fines.
Demasiado a menudo es eso lo que sucede en la actual discusión sobre interrupción voluntaria del embarazo. Obviamente esa posición impide no sólo pensar, sino elaborar buenas leyes y políticas públicas. Es con ese objetivo que quisiera abordar un punto concreto, que considero relevante en la discusión: la relación principio y consecuencias. En favor de una lectura sin interrupciones ni distracciones, aunque con la complejidad del tema, he optado por dejar de lado las habituales referencias bibliográficas y citas, comunes en el género literario académico, para concentrarme en el argumento mismo.
Según sospecho, este texto dejará inconformes – cuando no irritados – a quienes han asumido una postura militante en los supuestos “lados” en disputa respecto de la terminación del embarazo. Mi argumento de partida será que a menudo las coincidencias negadas u ocultas pueden servir para resolver los disensos emergentes y resonantes, y que sin escapar al conflicto esas coincidencias ponen a los “lados” del mismo lado. El segundo argumento es que se requiere tener en cuenta estas coincidencias prácticas, en tanto su análisis evidencia notables incoherencias en nuestros argumentos. No se trata aquí de “ganar” ningún argumento, sino de asumir con responsabilidad y fundamentos las decisiones que tomamos, sobre todo cuando hacemos afirmaciones y tomamos decisiones que afectan los cuerpos de otras. También se trata que el habitual “escape” de la argumentación, por ejemplo resolviendo la cosa por vía emotivista o individualista, desconoce que por importantes que sean nuestros sentimientos o creencias sobre este tema, no puede un argumento reducirse a ellos. Esto es así, porque se supone que si una discusión aborda un problema de relevancia ética, la argumentación pretende sostener un tipo de validez más allá de nuestras cosmovisiones o creencias personales.
El punto de partida será uno que, a mi juicio, no será cuestionado, con la excepción de algún grupo minoritario capaz de aferrarse a ciertos principios sin atender a ninguna consecuencia negativa que se derive de ellos:. Este punto de partida es la siguiente afirmación: hay embarazos inviables en los cuales la única intervención moralmente justificada es su terminación. Pienso en situaciones como el embarazo que se da en una mujer con cáncer cérvico uterino avanzado y venas varicosas con hemorragia, el embarazo ectópico, el embarazo indeseado de una menor en el momento del paso a la pubertad por causa de violación, etc. Son situaciones en que todos nuestros conocimientos nos indican el óbito de la madre, o al menos un sufrimiento prolongado y con riesgo cierto de vida o secuelas psicológicas, y – por esa razón o por su propia condición – la terminación del embarazo. En estos casos doy por supuesta una coincidencia mayoritaria que a la luz de los conocimientos y proyección científica de esos procesos, la seguridad de la inviabilidad del embarazo y de la muerte de la embarazada hacen necesario tomar una decisión que preserve la vida e incluso la fecundidad de la mujer.
¿Qué hemos hecho cuando aceptamos moralmente que se proceda a esa terminación por las condiciones y consecuencias previsibles? No quitamos ningún valor a embrión o feto, pero reconocemos que sus condiciones hacen imposible su continuidad, porque incluso sin intervención externa su propio estado indica su inviabilidad y acabamiento. Aceptamos que había un ser que potencialmente acabaría su evolución en un nacimiento, pero las condiciones reales y necesarias para que esa potencia se actualice no estaban dadas. Más aún, el avance en la actualización de esas potencias todavía pasivas – durante su crecimiento intrauterino – conducirían irremediablemente a la autoeliminación y a la eliminación de la gestante, lo que nos lleva a pensar que en vistas de esas consecuencias es deseable que esa potencia no se actualice.
¿De dónde proviene esta coincidencia? De un razonamiento que quizás no es explícito, pero que indica que hay consecuencias que obligan a tomar decisiones dramáticas para evitar un mal mayor y así preservar el mayor bien posible, como también respetar del mayor modo posible la dignidad en juego a cada momento del desarrollo del ser humano en cada uno de los involucrados, y finalmente que hay un aspecto que tiene que ver con la conciencia autónoma de las personas – en este caso, aquella directamente afectada con capacidad de decisión -, un núcleo final decisorio, que debemos preservar incluso si hacen opciones diversas de las nuestras.
Alguien podría decir que esa decisión se dio debido a lo dramático de la consecuencia previsible. Es cierto. Pero a nivel de análisis ético lo esencial fue desacoplar un principio, considerado por muchos intangible, de las consecuencias. Fueron las consecuencias las que relativizaron ese principio, al punto que lo que sucede en la terminación del proceso evolutivo es lo mismo, sin importar en qué condiciones o lugar – por ej. el caso ectópico – se hubiera estado dando. Si se me permite la palabra, a nivel “ontológico” sucede lo mismo sin importar los motivos o las condiciones. Pero lo que también se ve en esto, es que partir de ese desacople que hemos autorizado debido a las consecuencias, pero que en su realidad produce el acabamiento del proceso como cualquier otro en cualquier otra circunstancia, aparece claro que el principio se vuelve relativo a otros factores. Con esto hemos dado un golpe de gracia a la idea de un fundamento inconmovible e indiscutible, que demanda la totalidad de las garantías que consideramos obligatorias para otros estadios de nuestra evolución personal.
¿Cómo acordar en situaciones de disenso moral?
Una de las cosas más sorprendentes en la discusión de dilemas bioéticos es que a menudo se llega a acuerdos y conclusiones similares a partir de premisas diversas, incluso contrarias. Algo así sucedió con los trabajos previos que confluyeron en el Informe Belmont. Cuando pensamos en la terminación del embarazo, posiblemente las posiciones que aducen una propiedad absoluta respecto del propio cuerpo olviden que de hecho no es así ni siquiera en la más liberal de las sociedades (un ejemplo de algo muy distinto pero que considero clarificador es que nadie aprobaría una ley que permita vender un riñón propio, ya que todos presupondríamos que quien efectivamente se ve necesitado de hacerlo es alguien que carece de recursos y presumiblemente acudiría luego al Estado para sus tratamientos, lo que finalmente derivaría en una situación de miseria superior a la original, o sea que a pesar que su riñón es suyo eso no implica a nivel práctico la libre disponibilidad en términos irrestrictos), así como, en el otro extremo, las posiciones que niegan toda posibilidad de decidir a la mujer respecto de su cuerpo y lo que sucede en él olvidan que el principio de autonomía es una piedra fundamental de la bioética y legislación contemporánea. De allí que he preferido evitar ese tipo de argumentos, que conllevan su cuota de validez y sus límites, para pensar en la práctica referida, porque a mi juicio es más clara: en ocasiones límite consideramos que las consecuencias negativas previsibles y las condiciones negativas de gestación habilitan a la mujer a solicitar la terminación del embarazo, en perspectiva médica se lo juzga mayoritariamente como indicado, y finalmente consideramos éticamente que los argumentos son suficientes para habilitar la intervención. Esta estructura se llama “consecuencialismo”, en la cual sin perder de vista algunos principios básicos – como el derecho que nos asiste como humanos en diversas etapas de nuestra evolución – al mismo tiempo los sopesamos a la luz de las circunstancias. Esto también quita la discusión sobre el origen de la vida humana, en tanto claramente la unión de gametos inicia un proceso con un acabamiento predictible, pero lo que está en juego no es el problema científico de cómo evoluciona ese proceso, sino la cuestión moral – y jurídica – del tipo de tutela que amerita la potencialidad en progresiva actualización. Lo notable del caso es que esta estructura de deliberación rompe ante todo con la idea casi mágica que somos – para usar un lenguaje clásico – de modo plenamente “en acto”, y no en potencia que está evolucionando, desde el momento que se fusionaron los gametos. Al romper esta estructura de argumentación se derivan dos consecuencias:
1) se cambia el peso del “principio absoluto” a la consecuencia, porque al reconocer que hay argumentos que permiten la interrupción en vistas de las consecuencias indeseables que su continuidad acarrearía, se vuelve relativo el inicio que se creía absoluto; absoluto quiere decir “despegado de todo”, o sea, sin condicionantes ni relativo a nada. Se sostiene que para el juicio moral ya no alcanza con la presencia de un embarazo para que ya no haya otra discusión posible, porque la potencia evolutiva es, en términos clásicos, todavía “pasiva” y en proceso de actualización inconcluso.
2) se despegan prudencialmente las consecuencias de los principios. Uso la palabra “prudencialmente” porque podemos pensar en diversas posibilidades de intervención – incluida la terminación – con sus consecuencias a nivel del proceso de gestación. Podríamos pensar que alguien decide no seguir un embarazo, pero que si lo sigue asume progresivamente las responsabilidades correspondientes y exigibles. Analógicamente, alguien puede no asumir la maternidad una vez dado el nacimiento y entregar su bebé al Estado para su custodia, pero si decide asumir la responsabilidad eso conlleva una nueva serie de responsabilidades. Considero que esta perspectiva de capacidad de opción y responsabilidad progresiva permitiría asumir la libertad de conciencia y la responsabilidad ante las decisiones propias. Y permitiría distinguir nuestros deberes “imperfectos” – o sea, no absolutos sino condicionados por circunstancias – de aquellos “perfectos” – los que no admiten matices ni grados.
Lo central aquí, para volver sobre nuestras propias acciones, decisiones y argumentos, es que hemos pensado que por las consecuencias negativas que acarrearía una situación límite (de las ya contempladas y mayoritariamente aceptadas) consideramos que el principio de un proceso puede ser subordinado a una decisión argumentada desde las consecuencias. Al permitir esa separación, lo que hacemos es comprender que el proceso de la evolución gestacional conlleva condiciones y criterios. Y por ende, el ejercicio de despegar principio de consecuencias no diferencia ya el tipo de consecuencias negativas, porque el hecho de la interrupción en términos ontológicos es el mismo, sin importan los motivos. De este modo, coherentemente las consecuencias y motivos podrían incluir otros aún no previstos, ampliando las nociones de riesgo, previsiones negativas, etc.
La experiencia de otras
En “La Celestina” se lee un antiguo refrán: “cada uno habla de la feria según le va en ella”. Es algo totalmente normal que hablemos de la vida y juzguemos las decisiones en la vida (propias y ajenas) según cómo nos fue en nuestra propia experiencia. Es algo común, pero moralmente cuestionable, porque reduce la experiencia humana y la vara de juicio a la propia, sin comprender los motivos, experiencias, sufrimientos y decisiones que llevaron a otras personas a tomar opciones diversas. La experiencia y perspectiva individual es un elemento necesario pero no suficiente para la deliberación sobre dilemas éticos. En todo caso, algo imprescindible en todo este tema es el necesario acompañamiento – no manipulación – para que la persona en situación de embarazo indeseado pueda deliberar y tomar su propia decisión, sea cual sea, con el apoyo psicológico, sanitario y material necesario. Posiblemente la garantía de este apoyo significará el sostén material que permita una decisión mucho más libre y consciente de sus consecuencias futuras.
Decía al inicio que seguramente este texto dejará inconforme a la mayoría, aunque, según espero, quedó claro cómo a menudo tomamos decisiones que rompen los principios absolutos, y los reubican como principios ordenadores relativos a otras variables, sobre todo las consecuencias indeseadas. Y que si ya lo hacemos respecto de algunos casos límite, la estructura ontológica de la decisión – la interrupción – es la misma, independientemente de condiciones, motivaciones o consecuencias. Y por fin, que si lo hacemos es porque nos consideramos autorizados y que el tipo de evento tiene, en todo su dramatismo, algún tipo de autorización que le diferencia de otras limitaciones inadmisibles de la vida humana. Claro que esto es sólo un punto del planteo. La cuestión social previa, transversal y posterior es qué tipo de herramientas sociales generamos para que los embarazos que efectivamente se den hayan sido generados por el deseo de los progenitores. De modo tal que la educación sexual, el uso responsable de la anticoncepción, la provisión de anticonceptivos, la provisión de intervenciones preventivas en caso de teratogenia, y el básico cumplimiento de la ley y de la Suprema Corte, son todos elementos indispensables para no reducir semejante tema a un “megusta” o “nomegusta” y para asumir con mínima responsabilidad los discursos sobre prácticas sociales.
Además, el hecho de poner en un lugar relevante a las consecuencias para la argumentación no indica que ese lugar sea excluyente, como si se tratase de un utilitarismo ciego y carente de otros principios regultorios. El criterio de protección gradual proporcional referido, que a diverso nivel de evolución exige diversas condiciones de tutela y protección, no quitaría la posibilidad de terminar un proceso pero sí indicaría que en caso de evolución del proceso de gestación, se genera una secuencia progresiva de responsabilidades, lo que impediría situaciones como manipulación genética sin fines sanitarios, su abuso o uso indebido, etc. Por otra parte, el cuidado de quien a partir de sus condiciones personales se plantea la terminación del embarazo, requiere generar dispositivos sociales de acompañamiento (no manipulación) para que las mujeres que formulen la pregunta y eventualmente soliciten este procedimiento, o no lo hagan, reciban en todo caso la contención imprescindible para que su decisión sea libre y gocen de la mayor cantidad de alternativas viables y sostenibles en ese momento (el caso de la ley alemana es un ejemplo al cual puede prestarse atención). Un acompañamiento así, con lugares públicos y controlados, y con claros criterios de autorización de los y las profesionales responsables, podría no sólo servir de acompañamiento, sino prevenir la injerencia de otros actores sociales que medren sobre la decisión personal de la mujer.
Consideraciones finales
Junto a la cuestión social y educativa, que también son parte del tipo de consecuencias sobre las que queremos incidir, existen dos aspectos relacionados con la realidad empírica: el hecho de que se trata de una práctica efectivamente constatable, y el hecho que quienes la viven en sus cuerpos están en estado generalizado de indefensión y falta de acompañamiento, incluso si cuentan con los recursos económicos que les vuelven accesibles una práctica segura. Frente a esta realidad, cualquier decisión que se tome requiere superar la hipocresía y la ceguera autoinducida. La ceguera puede también ser autoengaño. Así pienso en el caso de otras situaciones inviables como la anencefalia, donde en nuestro medio no se permite la terminación sino que se obliga a sostener el embarazo hasta la semana 22 para allí inducir el parto y constatar al poco tiempo el óbito. Nuevamente se verificaría aquí que la desatención a las consecuencias impone una especie de respeto formal de una norma que se sabe inconducente. Hacen “como si” respetaran un ser humano cuando sabemos que la actualización de las potencias necesarias para la vida no es viable, generando en el cumplimiento formal una cantidad de angustia y descuido notable por la persona. Como suele ser el caso, prefieren el fiat iustitia et pereat mundus.
Autor: Diego Fonti